I
Si alguna vez has muerto.
Si nada en tus sótanos el vino
y te suenan las anillas del cerebro.
Si tienes los huesos carcomidos
y recorres la historia
como un busto,
con la frente surcada de terrazas
y el mármol resobado de azadones,
entonces, sólo entonces
podrás decir que has visto el día
caer desde el tejado
como un gorrión atravesado por un beso
II
Amanece en los barcos. Amanece
en todos los barcos
de la tierra
y en todas las sirenas es la hora
de lidiar el toro plano
del cansancio.
Corretean arañas por el vientre
del faro, y una fiebre de lanchas
invade las alcobas.
Se encienden altavoces en la niebla
y un frío de hojalata
divide en cuarteles el aliento.
Amanece en los vocablos
cuando quieres decirme
que estamos caminando sobre el agua.
III
(Pamplona, mayo 1977)
Era la hora clara en que se ahuecan los fantasmas.
Un puño de lombrices y de estiércol
descorrió la cortina de acacias emplomadas.
Se apagaron las velas que surcan los estanques
y fueron degollados los gallos de la aurora.
Paredones de fusiles y cuchillos
florecían en los jardines.
Era la hora en que la sangre
se nos queda estancada en los zapatos.
IV
Tu casa era de viento.
Tus manos eran algas
traídas a la orilla
por un delfín sonámbulo.
Tus dedos no miraban.
Recorrían las cosas
con un galope ciego,
como el caballo aquel
que nos llevaba
y se perdió una noche
entre cerezos.
V
Entonces eras alta como el día
sorprendido en chimeneas,
como la garganta trágica del águila.
El viento madrugaba en tus ojeras
y laureles cortados hacían señas
en el lino organizado de tu talle.
Entonces cuidábamos banderas
y recorríamos el alero haciendo gestos
a nuestra soledad loca de adelfas.
VI
Barcarolas de óboe
afinaban pañuelos
y un farol diplomático
en el día de los diarios.
Cabecea la plaza
invadida de incienso.
Arrebol de placenta.
Y no llegan los datos
.
VII
Me enterré en el limo de tu frente,
elevada alcancía de margaritas.
La montaña de miel y de alhucemas
amamanta un perfil de viento estático.
Me sangra el paladar piedras de azufre
pero sigo agrimensando la palabra.
Sigo desempolvando los rastrojos
y me suelto las venas de la. espalda
para sumar señales a tus signos.
VIII
Otoño es la palabra. Otoño
es el rosal y los chalecos
que se ponen las avispas.
Un mejillón despierta
y da la hora
para que no se descosa
la aceituna.
Abril es un secreto. Pero otoño
es la corbata de sal que nos ayuda a bienmorir,
cuando zurdos zuecos cantan
en los charcos.
X
(París, agosto)
En el Campo de Marte se han secado
las rosas que olían a Chanel,
y el viento deja huellas como zarzas
en el rostro matinal de las estatuas.
Las torres de París se han alejado
en el barco sillar de Nôtre Dame.
Ahogadas en el río, las campanas
son una sombra larga que nos dice
lo poco que ha crecido nuestro sueño.
La mañana viajera y despeinada
nos arrulla en su «patois» de niña triste.
X
Soledad. Levitan lámparas
en los ojos granizados del romero.
Se despeina la muralla de vinagre
que separa el dolor de los recuerdos.
Cortinas de maíz recortan ruidos
en la cáscara de nuez del ojo alerta.
Es la hora de las manos. Un saludo
vegeta en los laureles masticables
del canto funeral que me transporta.
XI
Para ti serán estos cíngulos ayeres
que navegan sin duda el desayuno.
La hierba que cortábamos mañana
se ha vuelto piedra lumbre en aquel mayo
en que calvos alcatraces piragüean
la salsa boreal de las tenadas,
el vello genitivo de la historia.
Aceite hace piruetas en los márgenes
del labio sedentario a cucharadas,
en arroyuelos tristes de magenta
y el fallo de estar muerto en zapatillas.
XI I
No te lleves las nubes ni el sendero.
Dejarás que el farol se rompa en aguas
como el sauce desmayado
de las doce.
A veces acontece que noviembre
es un barco dibujado en tus ojeras
y el círculo de sal
en que te mueves
me nubla de alfileres el costado.
No te lleves el río ni los naipes.
Despejaré la incógnita del vidrio
cuando extienda los dedos por tu frente
y sepa que sigo estando solo.
XIII
El ahorcado tenía lentos borceguíes
y un labio leporino en el lugar
donde acaba el alma y comienzan los barrancos
que solemos llamar desesperanza.
El ahorcado tenía pausas de viento
en la mirada, cuando se nos plantó
con verticalidad de palma interrogante.
XIV
Las uñas en el muro hacen canales
para que sangre el sueño su silencio.
Una reja se cierra desde lejos
y una mano cortada hace el saludo
convenido, cuando cofres de azabache
transportaban alaridos de otra orilla.
Sentados sobre escombros repasamos
el tiempo que falta para ayer
y los motivos que tiene el caracol
para escribir su curva biografía.
XV
Caballo que no regresa. La ventana
se despeina en humareda de cobre.
Un lugar silente y blanco
para contemplar el tiempo
en líquida columna susurrante
de espíritu acrocéfalo.
Sangrar a gusto de todos.
Algebra de camposanto y convidados
de adobe con las manos enlutadas.
Artillería de cascos. Noche blanda.
XVI
Intima multitud. Caminos lánguidos.
Goteras de reloj apedrean el césped
encendido de migas y pardales.
Chaleco de un abrazo que inunda
las costillas de perdidas mejanas.
Tiempo de multiplicar y andar
de espaldas. Canalones de ira
cegados desde ahora
por la arena parlanchina de una risa
que pasa de puntillas.
XVII
Te recordé junto al muro.
Tu imagen, todavía cuadriculada
de ladrillos,
se amoldó perfectamente
con mi sombra.
Habías crecido mucho. Lo supe
cuando ví. que en tu sonrisa
se calentaba el barro
por encima de mi frente.
XVIII
( James Joyce)
Monición de ataúdes a interés de la tabla
consonando la noche cacahuetes vaciados,
encontrando bateas tabicadas de almagre.
Tenebrosas tribunas en lugar del aliento
que montañas mantienen con fragor de lejía.
Otra; vez la demencia que pensaba ramitas,
caminar de sisones sobre trébol armiño,
sobre cal de Limoges, continente varado.
Veinticinco de picas al abismo tirante.
Aportadas divisas sobre el vuelo del cisne
cuando Leda dormida repetía la lluvia
y los trenes de heno acunaban azogue.
Capital de la ira en rompientes de calle
que navega el hocico de notables a ratos
o galope tupido de minerva bifronte.
XIX
Misteriosa erupción de volcánicas lunas
en la piel apagada de los muertos rampantes
con las manos cruzadas
sobre vientres sonoros.
Rendición de las lámparas
a las tres de la tarde,
cuando dientes inciden
en el velo del templo,
cuando estancias nupciales
destejían la nata.
Caprichosa y silente la vereda del órgano
evidencia rumores
confirmados de nunca.
XX
(Ramón Gómez de la Serna)
Te recuerdo de espaldas a ti mismo,
profesoral y tierno como el cordón
de tus zapatos.
Encendida tu voz de alta cachimba
y el cabello enmohecido de desvanes,
donde el amor, a ratos,
se desmaya.
Fragor de las goteras
dispara camafeos y persianas
en sombreros de copa. Primer plato.
Y los signos barrocos de tu enfado
que adornaba de puntillas lagarteras
el silbido de tren
del desayuno.
XXI
Mi amigo Jonás bajó a la playa.
Se descalzó los guantes, carraspeo
y comenzó a comer arena
lentamente. Como el tiempo pasaba
y las ballenas no venían
a su parada habitual
de tragar hombres,
se sumergió en el agua
y fue flotando
a depositar su arena
en otra playa,
al tiempo que maldecía, con voz pausada,
de este horario absurdo
que tienen ahora
las ballenas.
XXI I
Fin de fiesta obligado. Por todas partes
lloran alcancías.
Se detiene la ropa humedecida
en un paso de danza
(passe a deux) erizado de cactus
y de orzuelos.
El champagne, con voz de duodeno,
flirtea mariposas eructadas
y se pone compresas de «gin-tonic»
en el hueco que dejan monosílabos.
Resucitar la música es tarea
de violines de trapo
sentenciados
a un golpe de poder
que picaportes
intentan conseguir a toda costa.
XXIII
Descubrimiento sensacional
de ahora mismo:
François Villon no fue nunca
ahorcado.
Murió de una ola repentina
de vino beaujolais
cuando estaba intentando atravesar
el Puente de las Artes.
No supo, pues, bailar
el baile ritual de los colgados.
Fue solamente un pobre
poeta vagabundo
que nunca consiguió escupir en sociedad.
XXIV
(Toledo)
La luz se marchaba a saltos
zigzagueando los cirios
por un cielo de marmita
con salivazos de enero.
Se descorren los olivos
para la tierra del peso,
y la cera de los rostros
cambia de lugar el miedo.
Certificado de tarde
con azules, con banderas
de pergamino silente.
Regalamos las palabras
y nos vamos, verticales,
por este río de espuelas
que nos ha llevado el cuerpo.
XXV
Cazador. La encina sube
un grito a las colinas.
La cabeza emplumada selecciona
la dirección del aire.
Estaba escrito el vuelo vertical
de sangre arisca.
Martillo sobre el viento.
Sudor recorre la frente
del hombre que vio muerte
precipitarse en sus uñas.
XXVI
Una mano es un arroyo
de piel
para acariciar.
Un ojo es un barco lento
perdido entre las montañas.
Entre tu rostro
y mi rostro
pasa el mar.
XXVII
(La Peña de Francia)
Las nubes se presentan a la hora
de hacer el tobogán
y arar arroyos
plagados de antiguas acrobacias.
Llanura recosida de encinares,
sombreada de cuernos
y de espejos.
La danza de la luz
mueve los ojos
de una música. arisca
y comestible.
Prometeo dormido sobre helechos
y un águila de vuelo tartamudo
para fechar minutos estirables,
para romper peldaños
de una huida.
XXVIII
El farol de la plaza daba saltos
a la hora afilada
de los charcos.
Impúdico azahar cubría
los veladores
de las diez y cuarto lunares
y en mangas de camisa.
Orquesta de fantasmas
para beber con hielo
un tango lento.
La lista de teléfonos te espera.
No necesitas tirar piedras
al cristal de mi ventana.
Quizá no he regresado
todavía.
XXIX
(Miguel de Unamuno)
Callejón de las Ursulas
grabado de miedo
y de palomas.
Un silencio de bronce
entona salmos
por la piedra acolchada
de ataujía.
Tu mirada redonda y berroqueña
se nos ha quedado helada
entre dos páginas.
XXX
Huesos curvos me transportan
al origen de los labios.
Piel de olvido. Dedos
lánguidos
como manchas de perfume.
Pasaporte para espejos
con el cabello incendiado.
Se acostaban las colinas
cuando el tren llegó
a su ocaso.
Dormitorio de palomas.
El mar estaba triste
y no podía asomarse
a la ventana.
XXXI
Tu cintura de azufre
a ojos cerrados
y tus manos adelfas
que construyen mobiliario
a la tristeza.
Algunas noches tienen eucaliptus
y ruedas de molino
en vez de horas.
XXXII
Las sirenas de los barcos
empañan el espejo.
Cabellos de azafrán
y aroma de manzana
entre los dedos.
El labio carcomido de la pena
se pega a las costillas
como una flor guardada
en el cuaderno.
Agonía de girasoles
en el alto balcón,
y Dios contando estrellas
para no desvanecerse
de cansancio.
XXXIII
Hay días que se quejan
como corzos
heridos de canícula,
y gotean alquitrán
como los pinos
al borde de la noche.
Hay días que perecen aplastados
por el carro de piedra
de un retraso,
y nos duelen en los ojos
muchos años.
XXXIV
A veces es abril entre los ojos
y no nos llega el agua
hasta los labios.
Cien pájaros explotan en el aire
con cierta precisión
de máquina obediente.
A veces son las diez
en las alcobas
y todos los sofás están cansados
de no tener tu cuerpo.
XXXV
Me gustan los instantes
en que puedo conversar
con tus mejillas.
Cuando miro tus manos
volar ágiles
como sendas de capricho
entre los robles.
Me gusta que tu voz
me vaya desnudando
hasta dejar mi piel sembrada
de espineras,
para tener un dolor
que pueda recordarte
cuando el agua haya borrado
tu retrato.
XXXVI
(Mahalia Jackson)
Los campos del cielo se llenan de aroma
y todos los trenes
transportan cansancio.
Algodón bruñido con bordes de nácar
y manos oscuras
marcaban el talle
de una torre lánguida
vestida de niebla.
El grito encerrado en viejas alcobas
nos pone las vísceras
a ritmo de gospel.
Palmadas de cobre
mantienen el canto.
Camino de siglos y lágrimas negras.
XXXVII
A veces oigo balas volar
de mis cabellos
a los cincuenta puntos cardinales
todavía no inventados.
A veces, un disparo me despierta,
y tengo un surco azul
a lo largo de la frente.
O un caballo galopa.
por mi sueño
y el sonido de la hierba
consigue desvelarme.
XXXVIII
Pero no, no hay septiembre
que divida las suertes,
y el alero no bala en conceptos de mimbre
como el tiempo de estaño
que decíamos ahora.
Rencorosas canéforas en la hora de azufre
que llevamos a cuestas,
condenados a nada.
Como el niño que llora
porque no tiene dedos.
XXXIX
(Preso sin número)
Te escribo porque sé que estás despierto,
porque escondes la tristeza
detrás de algún incendio
y meditas los árboles
como cosa inaudita.
No te cuento mi vida
porque no tienes sueño,
y las ropas ajenas te desatan
el odio.
Las paredes embisten y recortan el aire
como arañas llovidas
de un pasado con dientes.
Te inventé cuando supe
que sufrir es obsceno
y el silencio alimenta
como pan de mazmorra.
Los volcanes orinan livideces de palio
en papeles pintados
que sabían tu rostro.
XL
De pronto, me digo que soy triste
y un río se despierta
por mi vientre.
Extiendo las palabras para verlas
palidecer al sol, desvanecerse
como el cabello anciano
de lejía.
Se detienen carretas en los puentes
para escuchar las náuseas
del cielo.
Las fuentes amenazan en mis sienes
y un aire de lechuzas transparentes
explica el recorrido
de fantasmas.
XLI
Nos sorprendió la tarde
y vamos ciegos
por un algo semejante a todavía.
Se doblan telarañas,
nuestros labios,
acostumbrados nunca a tanto exceso,
cacarean la úlcera del tacto
y codean bilortas pecho arriba.
El botellón de sangre desayuna
con nuestra savia sucia
de tan lejos.
XLII
Angelical tristeza la del pino
que no conoce aceras
ni lavabos.
Que se viste de guardia
a cualquier hora
y vigila las rutas cenicientas
de los quietos rondadores
del verano.
Ya los vencejos turbios
no consienten
que se llame a rebato
sin motivo,
porque están las azucenas dando pan
a los peces cocidos del tejado.
XLIII
Porque rumiar es propio de gusanos
y la mano no rige tempestades,
se nos desmaya el alma
de estar tristes
y ver con los semáforos. el tiempo.
Obligados a ser tan taciturnos
como el perchero roto
en los zaguanes,
se nos desangra ahora
el telediario
y las pedradas dulces del periódico.
XLIV
A veces somos así, tristes
quizá porque hemos nacido
en día de niebla.
A veces, nos duele, preciso,
el metacarpo
de tanto hurgamos el futuro
con los dedos.
XLV
Cuando rompí aquel vaso
y puse cerco al mar arquitectónico
del vino,
pensé llamarte a voces
y ser libres,
por una vez al menos,
hasta donde lo permita
el mobiliario.
Pero se me fue el tiempo,
todo el tiempo,
tratando de escribir
en los cristales.
XLVI
Los gallos se celebran a sí mismos
en un ritual cargado
de abalorios.
La noche es un caballo de escayola
que nos lleva despacio
hacia el abismo.
Tenemos la muerte dividida
en células de alambre
y nos la vamos bebiendo
lentamente.
XLVII
¿Dónde estábamos nosotros
mientras nuestra voz pidió
socorro, hasta hacer desmoronarse
las campanas? .
Cuando el agua regrese
a las montañas,
podemos recordar estas historias.
XLVIII
La palabra más tuya es el silencio,
como el agua que despierta
dando saltos
porque estuvo soñando
en el invierno.
Resplandores de mármol caminaban
sobre el piano cansado de las once
o tu espalda de cuchillo acariciante,
cuando estaba descalzándose
la calle.
XLIX
Me pareció la hierba más azul
cuando supe que cuidabas
primaveras
y llevabas al mercado nubes tibias
para hacer pasamontanas
a los barcos.
En tus ojos de musgo
estaba el mármol
sentenciado
a la misma ambigüedad
que los otoños. .
Cuando te vi volar. me puse triste
porque no quería mancharme
los zapatos.
L
(Cante Hondo)
Entonces fueron alaridos de guitarra
y vino alzando puños
de humareda.
Un sabor ocre amordazaba
los relojes.
En goterones cálidos el sueño
bendecía llanuras de percal
y cazaba mariposas
con la goma
de un ojo de cristal
envuelto en algodones.
Bostezaban los vasos
y sonaban
los rosales agobiados por el sol.
Reservado el derecho de cansancio.
El fuego encanecía las botellas.
LI
La distancia es un polígono sin lados,
una bola de pan
que puede inflarse
y tener ojos
donde vamos colocando nuestras cartas.
Penélope, envuelta en su tapiz,
aprende a leer el mar
y se le van entristeciendo
los cabellos
de tanto contar hilos.
Lll
Ahora puede ser un día distinto
del que quiere describirme
el calendario.
Ahora el sonido es una piedra,
una mano de arroz
que puedes masticar
o colocar en la mejilla
para no sentirte solo.
Ahora el poema se despide
y sigue su camino,
como el pájaro sin nombre
repitiéndose a sí mismo
que ya nunca más será
un objeto.
LIII
La canción nos cae encima
como una manta de hojas secas,
como un recodo del invierno
afilando las hoces y los brazos.
Asomados al mar, nos vemos lejos,
como antes de venir a este recuerdo.
Se debilita el yunque de las horas
y un dolor recorre el mapa
hasta la península azul
de las costillas.
El mar está sentado ante el espejo,
cansado de luchar consigo mismo
LIV
Ahora, por ejemplo, no es de noche,
pero el musgo está creciendo
en las bombillas.
Un niño se ha perdido en el espejo
y no puede gritar
porque se quiebran todas
las palabras.
Ahora hacemos lumbre con los sueños
y volvemos a encontrar
el soldado de plomo (tantos años
desangrándose) que no sabía jugar
a las batallas.
Salamanca, 1977-78
COLECCION B
1. Semillas, Manuel Muñoz Hidalgo.
2. Sombras de ciudad, Pedro J. Cañada.
3. El tiempo abatido. Anacleto Ferrer.
4. Marea de bolsillo, Emilio Rodríguezz.